Dos libros recientes sobre Honduras abordan una pregunta de larga data: ¿en qué momento la búsqueda de justicia cruza límites éticos —e incluso legales— y se convierte en algo perverso? Ninguno de los dos ofrece una respuesta definitiva, pero ambos presentan un marco para entender qué impulsa esa búsqueda en Honduras, así como sus límites, riesgos y posibles estrategias cínicas por parte de quienes la lideran.

Esta pregunta está en el centro de Bear Witness: The Pursuit of Justice in a Violent Land, de Ross Halperin, un relato impresionante sobre uno de los proyectos de sociedad civil más ambiciosos de los últimos años: la Asociación para una Sociedad más Justa (ASJ). Y, en menor medida, también aparece en El que tenga miedo a morir que no nazca, el perfil distópico de Juan José Martínez d’Aubuisson sobre San Pedro Sula, centro industrial del país y epicentro de la criminalidad.

Halperin acierta al enfocar su libro en los fundadores y codirectores de la ASJ, Kurt Ver Beek y Carlos Hernández, dos activistas profundamente evangélicos que se adentran en el pantano criminal que ha dejado a Honduras tambaleando durante décadas.

InSight Crime ha trabajado con la ASJ en varias ocasiones, y conozco personalmente a Kurt y Carlos, así que he podido conocer algunos de estos proyectos desde dentro.

Uno de ellos es una operación de base para encontrar y proteger testigos dispuestos a declarar contra bandas callejeras extremadamente violentas y grupos de justicieros. Durante más de una década, esta iniciativa ha tenido un éxito notable al encarcelar criminales y reducir las tasas de homicidios en las zonas donde ha operado. Pero los dilemas éticos y legales que deben afrontar para lograrlo son numerosos y sumamente complejos.

¿Paz y justicia?

El proyecto gira en torno a encontrar testigos dispuestos, obtener sus testimonios sin comprometer sus identidades y llevar a cabo los procesos judiciales en un sistema plagado de corrupción. Con el tiempo, la ASJ añade otro componente: intentar reformar el terrible centro de detención juvenil, del que con frecuencia escapan tanto sospechosos como personas ya condenadas.

El trabajo comienza en los suburbios de Tegucigalpa, en Nueva Suyapa, a inicios de los 2000, donde una banda callejera, los Puchos, y un grupo de justicieros, los Encapuchados, aterran a los más de 30.000 habitantes del área. Allí, el “Grupo Secreto”, como lo llama la ASJ antes de renombrarlo como “Justicia y paz”, empieza a encontrar testigos para declarar, primero contra la banda y luego contra el grupo de justicieros.

Sin embargo, como ocurre en muchos casos penales, los testigos no son perfectos. Algunos son presuntos miembros de otro grupo de justicieros, parte del cual es encarcelado y luego liberado por posesión ilegal de armas y robo, en lo que Halperin describe como un intento oscuro por desacreditarlos. Aun así, persisten las dudas.

La ASJ tampoco cuenta con un programa de protección de testigos. El jefe del grupo de justicieros es asesinado, presuntamente por los Puchos, por haber testificado contra ellos. Los Puchos también asesinan a otras personas que creen que el Grupo Secreto está utilizando para encarcelarlos. Son civiles, atrapados en medio del fuego cruzado, pero sus muertes pesan sobre Ver Beek y Hernández, quienes luchan por tener control sobre cada parte del programa.

El proyecto de la ASJ enfrenta más problemas a medida que se profundiza su relación con un aliado clave: la policía. La fuerza policial está completamente mal equipada, es burda, corrupta y extremadamente violenta. Halperin escribe que trabajadores de la ASJ presenciaron “a policías golpeando en la cabeza, los pies y los genitales a sospechosos ya detenidos, y amenazando con dejar lisiado a uno con un bate de béisbol de aluminio”.

Ver Beek, según Halperin, responde a estos abusos con una lógica de “árbol de decisiones”. No puede acudir a asuntos internos, razona el líder de la ASJ, porque es una “farsa”. Denunciar los abusos policiales no serviría de nada, piensa Ver Beek, porque se perdería entre un mar de denuncias de derechos humanos. Y hacer cualquier cosa que implique atacar a la policía significaría el fin del programa «Justicia y paz», lo cual permitiría que las bandas continúen matando, violando y extorsionando en el barrio.

“Estaba dispuesto a aceptar que podría haber daño colateral en esta cruzada”, escribe Halperin sobre las deliberaciones internas de Ver Beek. “En lugar de dejarse consumir por la culpa o cerrar el proyecto, se aferraría aún más a su mantra: Tenemos que sacar a estos tipos de las calles”.

Halperin señala que Hernández, el socio de Ver Beek, “estaba en la misma sintonía”.

La encarnación de esta dicotomía es el enlace de la ASJ con la policía. Conocido como “Cholo”, es un exsoldado que Halperin describe como un “pacto faústico con piernas y voz”.

“Por un lado, Cholo era disciplinado, entusiasta, competente, estudioso y completamente obsesionado con cumplir su misión”, escribe Halperin. “Por el otro, era enigmático, arrogante, fanfarrón, militante, y completamente obsesionado con cumplir su misión”.

Cholo acompaña a la Policía en sus operaciones o, según su propia versión, las planifica él mismo. En un caso, él y otras autoridades se hacen pasar por trabajadores de salud que buscan fumigar mosquitos para prevenir enfermedades como el dengue y el chikunguña. El engaño funciona: encuentran la casa del líder de los Puchos, quien es capturado poco después.

Pero los costos siguen siendo altos. Para cuando Halperin lo entrevista, años después de haber dejado la ASJ, Cholo se jacta de tener fotos de la policía torturando al líder de los Puchos y de que le “dispararon dos veces”. En otro caso, también describe en primera persona del plural cómo él y la policía dispararon cerca de la cabeza de un sospechoso antes de gritarle: “Dinos dónde están las drogas y el dinero o te vamos a disparar en la cabeza”.

Cuando Halperin le pregunta a Ver Beek sobre estos hechos, él responde que no “recuerda haber sabido o haber sospechado fuertemente que estaban abusando de su poder”.

Al respecto, Halperin escribe: “Uno no puede evitar preguntarse si, en su cruzada por pacificar el barrio, se protegió a sí mismo con cierta dosis de pensamiento ilusorio y de ignorancia voluntaria, porque en el fondo sabía —consciente o inconscientemente— que derrotar a los Puchos requería cruzar líneas que jamás podría traspasar a sabiendas”.

¿Contraviolencia o neocolonialismo?

Pocas cosas son más potentes que cuando Juan José Martínez d’Aubuisson entra en ritmo. Y en su nuevo libro, El que tenga miedo a morir que no nazca, el antropólogo, colaborador de InSight Crime y escritor galardonado, pone en práctica su estilo visceral con gran efecto, mezclando investigación académica con narraciones en primera persona, y logrando que tanto los escenarios como los personajes cobren vida de una manera que pocos pueden igualar.

El libro ofrece una visión distópica de Honduras, y en particular de su capital industrial, San Pedro Sula, donde el capitalismo salvaje ha penetrado todo, desde las bandas callejeras hasta las iglesias evangélicas y la presidencia. Más que en sus dos libros anteriores —Ver, oír y callar y El niño de Hollywood, coescrito con su hermano Óscar—, Martínez parece canalizar a su Eduardo Galeano interior, ofreciendo un comentario punzante sobre los esfuerzos para suprimir la violencia y controlar a las bandas callejeras, que para él no son más que una extensión del proyecto colonial estadounidense de más de un siglo.

“La violencia de la ciudad creció alimentada por el mismo abono que nutrió a las bananeras y luego a las maquilas: carne joven y desesperada”, escribe.

Se enfoca, en particular, en el papel de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID). Antes de que el presidente Donald Trump y su encargado de eficiencia gubernamental, Elon Musk, destruyeran esta institución estadounidense en enero, USAID promovía programas de contraviolencia y de control de bandas en toda la región. (Nota: InSight Crime elaboró numerosos informes de diagnóstico para varios de estos programas, incluyendo sobre Honduras).

En Honduras, Martínez se cruza con programas de USAID en San Pedro Sula en 2015, cuando la ciudad figuraba entre las más violentas del mundo. En un caso que recuerda a los métodos de Cholo, se encuentra con un hondureño que trabajó de forma encubierta haciéndose pasar por psicólogo. Según Martínez, el grupo reclutaba posibles informantes en funerales, entre otros lugares, y luego los persuadía sutilmente durante las sesiones de “terapia” para que revelaran detalles sobre las operaciones criminales en sus barrios.

Un poco más tarde, Martínez se reúne con una informante barrial, a quien llama “R”. R recibe dinero de un intermediario de USAID para sus programas deportivos y sociales. Cada vez que va a recoger el cheque de su organización, la hacen sentarse y la “interrogan estadounidenses y hondureños” que ella no conoce. Le preocupa, dice Martínez, que ella y otros puedan ser asesinados por actuar como “espías y sapos involuntarios”.

Martínez continúa: “Otros me hablaron de la elaboración de mapas, en los que se les pedía que dibujaran dónde vivían los pandilleros, y de la confección de listas con los nombres de sus familiares”.

A diferencia de Halperin, Martínez no indaga si estos esfuerzos derivaron en condenas o, por el contrario, en el asesinato de informantes. Para él, eso es irrelevante. Los programas de contraviolencia y de control de bandas no buscan el bienestar de los hondureños, sino mantener mano de obra barata en Honduras y oportunidades de inversión extranjeras para empresas gringas, como parte de un proyecto colonial de larga data.

“Nadie quiere decir eso en voz alta”

Ver Beek tenía su propia visión sobre el desarrollo internacional. Creía que sin justicia, ningún proyecto de desarrollo podía ser efectivo. Por eso, él y Hernández pusieron la justicia en el centro de las prioridades de la ASJ. En lugar de la traducción tradicional del Sermón de la Montaña de Jesús —“Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia”—, Ver Beek prefería una versión que decía: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia” (en inglés, righteousness puede traducirse también como rectitud).

Aun así, Ver Beek no despreciaba los esfuerzos del gobierno de Estados Unidos. De hecho, la ASJ financió muchas de sus iniciativas de justicia con dinero estadounidense. Martínez también trabajó en algunos de esos proyectos con InSight Crime. En uno en Honduras, por ejemplo, Martínez fue uno de mis investigadores, la ASJ una de nuestras fuentes clave, y la USAID el financiador. Y sé, por conversaciones con Martínez, que no considera que todos estos esfuerzos fueran maliciosos. Equivocados, tal vez, pero no maliciosos.

¿Pero acaso el remedio es peor que la enfermedad? Tal vez eso dependa del contexto.

“Cuando uno vive fuera de la comunidad, puede pensar en cosas como los derechos humanos de una forma más teórica”, le dice Hernández a Halperin en un momento. “Cuando uno está adentro, justifica ciertas cosas, hasta cierto punto… Nadie quiere decir eso en voz alta, pero así es”.

Yo puedo dar fe de eso a nivel personal. Después de que una bala impactara la puerta de mi casa en Washington DC durante un tiroteo entre “crews” criminales locales, trabajé arduamente con mis vecinos para perseguir a la persona que, según nuestra perspectiva, estaba en el centro del problema. Nos preocupaba menos que la persecución policial estuviera a punto de desplazar a toda su familia —que no tenía nada que ver con la violencia— de su hogar.

¡DIOS BENDIGA A HONDURAS!